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De la copia al original, por Marina Hervás (enero - 2019)

I

Una vez, Whitehead describió la filosofía occidental como notas al pie a Platón. Con ello reconocía que, de alguna forma, todas las cuestiones de las que se ha ocupado la filosofía ya fueron planteadas por el filósofo griego, así que hacer filosofía era enfrentarse a ellas. Quizá la música también sea eso. Una suerte de diálogo constante con lo que se ha venido llamando música, con ciertas organizaciones sonoras. Es decir, un diálogo que ha tratado de desentrañar un mundo creado por sonidos, intraducible literalmente al lenguaje cotidiano, que establece sus propias relaciones con el espacio y el tiempo.

Así del original a la copia –o de la copia al original– quizá sea una propuesta de diálogo. No solo con la tradición –con otras organizaciones sonoras– sino también con la polémica definición de qué es la música. No voy a resolver esta cuestión aquí. Tampoco lo hace Sinoidal Ensemble. El reto, siempre, es hacerse más y mejores preguntas. Rasgarse las vestiduras, rasgar el suelo, no dar nada por supuesto.

Hubo un momento en la historia de la música en la que no estaba fijado qué instrumento tenía que tocar cada melodía. Mientras lo pudiese tocar y encajase con los demás, ya estaba. No había un sistema de orquestas establecido –había que adaptarse a los músicos que hubiera en cada ocasión– y, sobre todo, los compositores no tenían tanto problema con su ego de artistas que tuvieran que decidir cada parámetro de la música. Poco a poco, se fueron fijando determinadas sonoridades con significados –así llamados– extramusicales. Por ejemplo, el corno inglés estuvo asociado con el orientalismo, la trompa con la épica y la flauta con el mundo interior y lo onírico. Y también los compositores descubrieron que el timbre tenía una riqueza infinita y que, justamente, el interés de sus obras podía centrarse en la exploración de los cambios en el timbre. Es decir, en la historia de la música se juntan dos momentos aparentemente contradictorios: la supuesta indiferencia del color de los instrumentos y el inacabable potencial de extraer hasta las últimas consecuencias del timbre.

La complejidad de la interpretación musical también participa en esto. ¿Qué es la interpretación musical sino una suerte de actualización de algo que está detenido –como si eso fuera posible en un arte que tiene como problema el tiempo–? La partitura fija, de una vez para siempre, una propuesta de organización del sonido que trata de traducir –siempre de forma parcial– el mundo interior del compositor, su relación con la cultura y la libertad de su fantasía sonora. Lo que esa partitura encierra solo puede ser anticipado parcialmente: la escritura de la música asume una derrota preestablecida. La escritura no puede forzar a que todo pueda ser dicho, que todo sea, por así decirlo, susceptible de traducción a los medios que en cada caso disponga la escritura. Por eso, la afrenta que propone De la copia al original es la del juego de desplazar los sonidos de la supuesta concepción original de la pieza y hacer que, desde ahí, se repiense la obra. Es decir, provocar en ella un extrañamiento de sí misma y, a la vez, sedimentar en la pieza un interrogante sobre lo que se supone que tiene que ser, sobre la exigencia implícita en la partitura, sus límites y sus trasgresiones.

Decíamos que quizá la música sea también una forma de diálogo con la propia definición de música, aquello que ha ganado la partida y aquello que pone en duda esa supuesta victoria. De la copia al original, incluso en el propio nombre, se pone esto en juego. Con un gesto casi experimental, prueban a tocar con saxofón obras que originalmente fueron pensadas para teclado. El experimento es doble: por un lado, porque tocan música pensada para el tipo de instrumento que más significativamente marcó la vida musical del siglo XIX –y, por ende, nuestra concepción contemporánea de la música clásica– con un instrumento bastante moderno –el saxofón data de 1840– que aún no ha querido ser integrado en la orquesta de manera estable –solo algunos pioneros, como Bizet o Prokofiev, lo incluyen en sus obras sinfónicas– y relacionado con unos géneros y estilos que no terminan de llevarse del todo bien con el repertorio “clásico”, como el jazz o el pop. Es una forma de decir que ningún instrumento es dueño de su patrimonio y que el límite es frágil. O que solo hay forma de escribir la historia de un instrumento musical (bueno, y de la historia en general): reapropiándose de los lugares de los que ha sido expulsado.

Por otro lado, por el propio nombre y alcance de la propuesta. En el núcleo de la palabra “original” está el “origen”, el “comienzo”, como si en la historia de la música se construyera aproblemáticamente de forma lineal, como si meramente un momento llegase después del otro. La “copia”, por su lado, remite a juntar riquezas o fuerzas (co+opis, de ahí la palabra “acopio”). De este modo, la copia no es una suerte de “mal original”, como se lamentaba el buen Platón, que creía que siempre la copia sería inexacta e inesencial, pues no daba cuenta de la “autenticidad” del original. La copia es explorar esa riqueza que hay que juntar en el original en cada caso. Es decir, encontrar lo que no fue, lo descartado, lo que permanece oculto. Crear un nuevo comienzo. La copia es, en este sentido, un original.

II

Las bagatelas se suelen definir –¡incluso en eruditos diccionarios!– como obras no pretenciosas, sin una forma preestablecida, normalmente pensadas para teclado.Estas bagatelas (seis… ¡como las de Beethoven y Webern!) son una versión para quinteto de viento de una selección de doce piececitas para piano tituladas Musica Ricercata, escritas entre 1951 y 1953. En esta pieza, hay tres elementos que confluyen: por un lado, la referencia al ricercare, una forma típica del siglo XVI y XVII que, como las bagatelas, no tiene forma preestablecida (es algo así como la abuela de la fuga y las tocatas). Es, por tanto, una visita al pasado. Por otro lado, ricercare hace referencia a la ‘búsqueda’, algo que caracteriza a cualquier proyecto artístico en general y a Ligeti, en particular, que en aquellos años no terminaba de sentirse cómodo en las corrientes dominantes en la composición. Y, por último, y ya en términos musicales, en estos años Ligeti estaba trabajando sobre el problema de cómo construir musicalmente desde el material mínimo, algo que había sido clave para otros autores, predominantemente Anton Webern. Musicalmente, las bagatelas se construyen desde un motivo o tema muy sencillo, que Ligeti trabaja con cierto talante obsesivo y algo juguetón. El interés de las piezas es el rastreo de colores –algo que en la propuesta que nos ocupa es clave, pues encontraremos toda una paleta del saxofón– y la radicalidad de la propuesta rítmica. La exploración a nivel micrológico del color, como si pudiésemos penetrar un calidoscopio, era algo que marcó profundamente la música de Ligeti, especialmente hacia los años 60: es algo que podemos escuchar en Lontano o Atmosphères. La división –no violenta– del tiempo también era algo que le preocupó significativamente en estos años, como se evidencia en Poema sinfónico para 100 metrónomos o en Continuum. Dicho en breve, el problema al que se enfrentaba –y por eso lo de “no violento”– es qué tipo de organización del tiempo cabe en un arte que tiene al tiempo como componente estructural y cómo esa organización pone en entredicho la experiencia del tiempo cotidiana, lo meramente cronológico. Por eso, en estos años, Ligeti probó a pensar en texturas, en la construcción musical como si fuera un tejido. El tiempo, en su obra, no es meramente lineal (como si de una línea horizontal que avanza siempre hacia adelante se tratase) sino que más bien es vertical: de esta manera, la disposición espacial (el timbre) y el tiempo (el ritmo) forman parte de una construcción en capas, y no parámetros que meramente confluyen de forma artificial. Aunque Ligeti estaba, durante estos años, tratando de encontrar su lenguaje personal y, por tanto, de distanciarse de dos compositores relevantes para él, Béla Bartók e Igor Stravinsky, no le salió muy bien la jugada. Salvo la primera pieza, que dialoga directamente con el compositor ruso, el gran homenajeado de la obra es Bartók (de forma explícita en la quinta bagatela, quizá la más íntima del conjunto), un compositor que se atrevió a cuestionar la construcción del canon mostrando que la música de la periferia de los centros musicales (es decir, Alemania, Francia, Italia) también tenía mucho que decir, más allá de ser más o menos valorada como una suerte de objeto de culto exótico. Bartok toma ritmos y giros melódicos típicos de zonas como Hungría o Rumanía. Cada bagatela, como no tiene que cumplir ninguna expectativa, abre un mundo nuevo, que comienza y acaba en sí mismo. Decía Walter Benjamin que había que aprender a hacer filosofía desde los posos del café. Es decir, atendiendo a lo mínimo, a lo insignificante, a esos lugares olvidados de lo cotidiano: las bagatelas. Este trabajo desde lo mínimo, casi ornamental, es lo que propone Ligeti. Quizá porque eso pequeño es lo que encierra lo fundamental. Las piezas, por cierto, no pudieron tocarse en Budapest sino hasta 1956 pues la dictadura húngara –al igual que la mayor parte de las dictaduras– no apoyaba la creación contemporánea. De hecho, en el concierto de estreno, solo se tocaron cinco, pues la sexta aún estaba prohibida “debido a la profusión de segundas menores [que la acerca al jazz]; a los sistemas totalitarios no les gustan las disonancias”, comentaba Ligeti.

Dice Alex Ross que “lo que debe desaparecer es la noción de que la música clásica es un conducto fiable de belleza consolatoria, una especie de tratamiento de spa para almas cansadas. Esta actitud afecta no sólo a los compositores del siglo XX, sino también a los clásicos que pretende apreciar. (…) Los oyentes que se acostumbren a Berg y Ligeti encontrarán nuevas dimensiones en Mozart y Beethoven”. Así que Bach deja de ser el mismo también tras Ligeti. El Concierto italiano data de 1735 y tiene que ver con el intento de Bach de imitar el “gusto italiano” de compositores como Vivaldi, más melódicos y frescos que la seriedad y racionalidad constructiva característica de la música alemana, tendente al contrapunto (algo de lo que Bach no prescinde en esta pieza en absoluto…). A diferencia de otras piezas de la época, aquí sí que es explícito el instrumento para el que estaba pensado: “un clavicémbalo de dos manuales”. Así que la trasgresión de interpretar esta pieza por cuarteto de saxofones es doble: por un lado, porque proponen una visita al pasado después de que todo haya cambiado, gracias a su diálogo subterráneo con Ligeti. Por otro, porque prueban a llevar ese pasado a un lugar que nunca habitó, el que ya sugirieron algunos al interpretar este concierto al piano (como Glenn Gould). Esto muestra cómo las obras son el resultado de todo lo que se sedimenta sobre ellas, que no hay un núcleo verdadero que desenterrar, sino un acopio de procesos, encuentros, desencuentros y desobediencias. El primer movimiento comienza de forma majestuosa (A). Un tema contrastante, más cercano a la orfebrería sonora de Bach, se deriva de él (B). A y B volverán a aparecer de nuevo, pero modificados, hasta que tras una falsa coda (pues no finaliza) vuelve A. En el segundo movimiento, de nuevo, aparece el carácter obsesivo que caracterizaba la propuesta de Ligeti. El registro grave mantiene el tono sombrío mientras en el agudo, con el papel solista, trata a duras penas de convertir esa sombra en intimidad. Exactamente lo opuesto caracteriza el tercer movimiento, que es vivo y vibrante. El contraste es fundamental en el barroco: solo así, a juicio de los habitantes de aquellas épocas, se ganaba el aspecto teatral en la música, que adoptaba distintos caracteres. No es tan artificial como quizá podría parecer: ¿acaso no somos, antes y ahora, múltiples, variantes y albergamos opuestos?

Salvatore Sciarrino hace de las suyas con las Sonatas  L. 222 L. 230 L. 238 L. 428 L. 439 L. 445 L. 448 para teclado de Domenico Scarlatti, el compositor de adopción española aún por integrar en el relato musical español que escribió más de ¡500! sonatas. Las que nos ocupan son piezas cortas y con melodías amables, próximas al gusto mozartiano de mostrar aparente sencillez. Su transcripción para cuarteto de saxofones se integra dentro de una larga trayectoria de adaptación de obras de compositores renombrados en el canon, como Bach o Gesualdo, recogidas en Pagine. Desde 1995, cuando Sciarrino compuso La bocca, i piedi e il suono, comenzó a dotar al cuarteto de saxofones de un lugar privilegiado. Es una formación aún por explorar seriamente, incluso para aquellos compositores que no se pudieron ni imaginar un instrumento como el saxofón, como es el caso de Scarlatti. Así que le da, desde la mayor rigurosidad, una generosa nueva sonoridad a sus obras, por si al compositor del siglo XVIII le hubiese apetecido probar otras posibilidades. La propia obra de Sciarrino está marcada por la pregunta sobre el rol del pasado en la composición, algo que se evidencia, por ejemplo, en su última ópera, Ti vedo, ti sento, me perdo, ambientada en la Roma del siglo XVII. Su propuesta parece que se dirige a reescribir la historia de la música enfáticamente como la misma historia, la que se habita sin categorías rígidas y plenamente a través del oído. El oído, ese órgano que nos conecta con el mundo desde el vientre materno, que nunca se cierra. Sciarrino quiere así tocar la historia: “no cualquiera disfruta del contacto íntimo. Vivimos en tiempos de retraimiento, frigidez y falta de joie de vivre, así que la música puede volverse avergonzante. Te avergüenza porque te toca, y ser tocado es algo erótico”.

III

Lo que nos toca. Como los posos del café, las notas al pie, que nos trastocan para siempre. Quizá sea desde  ahí desde donde se articula ese complejo juego entre copia y original, en el que ambos se confunden, como el eco con su origen.